lunes, 14 de febrero de 2011

Tomás de Aquino

1. Contexto


De la Alta a la Baja Edad Media

En la Alta Edad Media, el legado de la cultura grecolatina fue escaso en la Europa occidental. En Bizancio, en cambio, se preservó en mejores condiciones.

En el siglo IX, Carlomagno, coronado por el papa León III, trató de reconstruir el Imperio romano inspirado en el modelo de la teocracia agustiniana: se consideraban complementarios el poder del emperador, temporal y delegado, y el poder religioso del papa, delegante.

En Aquisgrán fundó Carlomagno la Escuela Palatina. En ella y en los monasterios se intensificaron las labores intelectuales: se traducían obras clásicas, se estudiaban teología, gramática, artes, lógica, etc. Pero el renacer cultural se vino abajo en el siglo X, por la caída de la dinastía carolingia, la decadencia de la vida monástica, la degradación del papado y por los ataques de normandos, musulmanes y mongoles. El sistema centralizado del Imperio Carolingio quedó fragmentado, y así también la cultura.

Tras la crisis, llegó en los inicios de la Baja Edad Media una época de prosperidad. La expansión militar de las cruzadas abrió nuevas rutas comerciales. Por otro lado, la incorporación de nuevas técnicas, la acuñación de moneda y el trabajo artesanal desarrollaron el sistema productivo y comercial. Estos factores, junto con la huida de parte del campesinado sobreexplotado por la nobleza, motivó el desarrollo de las ciudades (burgos), lugares que ofrecían mayores libertades que las zonas feudales.

Fruto de esas libertades y de la evolución de las escuelas creadas por Carlomagno, son las universidades de París, Bolonia, Montpellier y Oxford. Fueron espacios relativamente independientes de los poderes políticos y eclesiásticos y estuvieron dedicadas al estudio, la discusión crítica y la producción de conocimiento. En ellas, las enseñanzas tradicionales fueron ampliadas con los nuevos saberes que llegaban del mundo islámico y bizantino (medicina, astronomía, etc.), aunque el conjunto de esos saberes seguía coronado por la teología. La enseñanza escolástica, dedicada al intento de conciliar la filosofía griega con la fe, fue el movimiento predominante de esa época, y Tomás de Aquino su máximo exponente.


La filosofía musulmana

El pensamiento de Aristóteles fue recuperado para occidente gracias a los pensadores musulmanes.

El médico sirio Avicena (980-1037) concilió a Aristóteles con el neoplatonismo y el Corán. Defendió la existencia de un Ser inteligible, eterno y necesario, del que emanan los demás seres en la medida en que son pensados por Él. Según Avicena, el Ser necesario (Dios) es el que no puede no ser, mientras que el ser contingente o posible (criaturas) es el que puede ser pero también puede no ser. Por otro lado, Dios es el único ser cuya esencia incluye su existencia; luego, es absurdo suponer que no existe el Ser necesario.

El cordobés Averroes (1126-1198) recibió el sobrenombre de El comentador por su inmensa labor de comentar e interpretar la obra de Aristóteles. Admitía, como Avicena, la eternidad del mundo.

Averroes pensaba que toda intelección humana participa de un solo y único entendimiento agente. No hay, por lo tanto, inmortalidad personal, sino fusión de cada entendimiento individual con el entendimiento agente único.

Además, Averroes consideraba que la verdad es distinta para el vulgo, para los teólogos y para los filósofos. El vulgo y los religiosos acceden al mensaje divino mediante un lenguaje plástico y los teólogos se acercan a la verdad mediante un saber probable e interpretativo de los mitos. Los filósofos, en cambio, constituyen una minoría de inteligencias capacitadas para conocer el mundo de un modo científico. Averroes proponía que las verdades filosóficas, como la eternidad del mundo, no debían ser comunicadas a las personalidades teológicas y religiosas, incapacitadas para reconocerla. A este planteamiento de Averroes se le dio luego el nombre de teoría de la doble verdad.


El averroísmo latino

Normalmente se designa con el nombre «averroísmo», no a la filosofía árabe que pudiera tener su punto de partida en Averroes, sino al conjunto de tesis filosóficas que se expandieron en el mundo latino occidental, como propias de Aristóteles, a partir de los comentarios de Averroes.
De 1150 a 1250 se tradujeron al latín una gran cantidad de obras, procedentes del mundo griego, del árabe y del hebreo; los comentarios árabes que acompañaban a las traducciones de las obras de Aristóteles llamaron poderosamente la atención, por su novedad, en las «facultades de artes» de las universidades de París, Padua y Bolonia.

Alberto Magno y Robert Grosseteste, entre otros, recurrieron frecuentemente a los comentarios de Averroes, y muchos profesores de la Facultad de Artes, en oposición a los de la Facultad de Teología, hicieron suyos los comentarios averroístas. A estos maestros en artes se les comenzó a llamar «averroístas» en sentido acusatorio y se les atribuían afirmaciones consideradas peligrosas e inconciliables con la fe cristiana, por ejemplo:

a) que sólo existe un único entendimiento separado (tanto agente como paciente) para toda la especie humana;

b) que la materia es eterna,

c) y que se puede defender la teoría de la doble verdad.

Se hacía, así, difícil sostener, respectivamente, la inmortalidad individual, la idea cristiana de la creación del mundo a partir de la nada, y la creencia de que la verdad sólo es una (la revelada).
De entre las diversas condenas sufridas por estas tesis destacan las hechas por Esteban Tempier, obispo de París, en 1270 y 1277, sobre todo contra las teorías de Siger de Brabante y Boecio de Dacia. A este averroísmo, doctrinalmente condenado de alguna manera, se le ha dado el nombre de «averroísmo latino».

Tomás de Aquino emprendió la tarea de depurar la filosofía escolástica medieval del lastre de las interpretaciones averroístas, buscando una lectura de Aristóteles compatible con la fe cristiana.


Tomás de Aquino (1225-1274)

Santo Tomás es considerado el filósofo y el teólogo de mayor relieve dentro de la filosofía escolástica. Nació en el castillo de Roccasecca, Frosinone, hijo de Landolfo, conde de Aquino. Se educó en el monasterio de Monte Cassino y luego en la universidad de Nápoles (1239-1244), donde a los catorce años emprende el estudio de las «artes».

En 1244 ingresa en la orden de los dominicos. La madre, que se oponía a tal decisión, encarga a otro de sus hijos que le secuestre y encierre en el castillo. Libre, al fin, de la oposición de su familia, al cabo de un año marcha a París, donde es discípulo predilecto de Alberto Magno, a quien sigue luego a Colonia; vuelto a París, redacta el Comentario a las sentencias (1254-1256), inicia su labor como profesor y enseña en distintos lugares de Italia y Francia: Anagni, Orvieto, Roma, Viterbo, París y Nápoles. En esta época escribe sus obras, entre la que destacan Suma contra gentiles, escrito con finalidad misionera, y sobre todo la Suma teológica, considerada la obra de mayor relevancia de toda la escolástica. Muere mientras se dirigía al concilio de Lyón, convocado por Gregorio X, en la abadía de Fossanova.

Aunque su pensamiento pareció a muchos hombres de la época revolucionario –de hecho, el obispo Tempier condenó algunas tesis de Santo Tomás– en 1323 fue canonizado y en 1557 se lo proclamó doctor de la Iglesia católica. En el año 1879, la doctrina del «doctor angélico» fue elevada al rango de filosofía oficial de la Iglesia Católica, con el nombre de neotomismo.

El gran mérito que se atribuye a Tomás de Aquino es el de haber logrado la mejor síntesis medieval entre razón y fe o entre filosofía y teología. Sus obras son eminentemente teológicas, pero, a diferencia de otros escolásticos, concede, en principio, a la razón su propia autonomía en todas aquellas cosas que no se deban a la revelación. Para expresar esta autonomía y naturalidad de la razón recurre a la filosofía aristotélica como instrumento adecuado y, así, para combatir el averroísmo latino, utiliza sus propias armas: los textos mismos de Aristóteles.

En lugar de la teoría de la doble verdad, Santo Tomás considera que, aunque razón y fe sean distintas, existen tres verdades comunes a ambas, llamadas preámbulos de la fe: la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la ley ética natural. Habría, de este modo, una armonía entre razón y fe. Un conflicto entre ellas sería sólo aparente, debido o a que la fe habría sido malinterpretada o a que la razón se habría excedido en sus funciones, tratando de explicar algo que escaparía a sus capacidades.

Las influencias de Aristóteles sobre el pensamiento tomista se resumen en estos puntos:

1. Distinción entre sustancia y accidente.
2. Hilemorfismo.
3. Conceptos de potencia y acto como explicaciones del movimiento.
4. Teoría de la causalidad.
5. Empirismo.
6. Ética teleológica y eudemonista.

Sin embargo, la filosofía de Santo Tomás también recibe otras influencias:

1. De Avicena, la distinción entre esencia y existencia, idea fundamental de la tercera vía tomista.
2. De Platón, el principio de participación: las criaturas creadas por Dios participan en cierto modo del mismo. Ser causado es participar de la causa.
3. Del neoplatonismo, los grados del ser y de perfección, núcleo central de la cuarta vía. Hay una jerarquía en la naturaleza. Los seres más perfectos y más bellos son aquellos que más cerca estén de Dios, los que participen más de Él.
4. De San Agustín, el principio platónico de causalidad ejemplar. Dios tiene en sí los modelos de las cosas existentes, que son creadas según su idea.


2. Ontología

La prioridad de la esencia en las filosofías de Platón y Aristóteles fue puesta en cuestión por Santo Tomás. Platón había dado a las Ideas las características del Ser de Parménides, y Aristóteles argumentaba que la esencia es lo único que puede hacer posible la ciencia, ya que la esencia es lo que nos permite ver lo permanente a través de los cambios.

El Aquinate, sin embargo, va a defender la prioridad de la existencia sobre la esencia. La esencia desempeña el papel de potencia, algo que debe ser actualizado por la existencia, que es el acto de ser. Como nada que esté en potencia puede proporcionarse a sí mismo el acto del cual carece –es imposible que una cosa sea causa de sí misma– se deduce que la existencia debe venir proporcionada por algo que ya tiene existencia. Este tipo de cosas constituye el conjunto de seres posibles o contingentes: pueden existir o no existir. Sólo en el ser subsistente, Dios, cuya esencia es existir, se identifica realmente la esencia y la existencia.

Reconocer la existencialidad de las cosas implicaba, para Santo Tomás, admitir la trascendencia de Dios y la dependencia, respecto a El, de las cosas existentes. La existencia es una característica primordial y anterior a la esencia, dado que si algo no existiese no podría realizarse su esencia.

Al igual que Aristóteles, Santo Tomás rechaza la teoría platónica según la cual las esencias universales tienen existencia independiente de las cosas mismas. Lo que realmente existe son los individuos concretos, en los que se halla realizada una esencia universal común a todos. La materia es lo que hace que haya una multiplicidad de individuos diferentes (principio de individuación).

De acuerdo con la teoría hilemórfica, en toda sustancia corpórea hay que distinguir dos principios constitutivos: la materia primera y la forma sustancial. La materia primera es potencia, y no puede existir separada de la forma sustancial. La forma sustancial es el principio que actualiza y especifica la materia, es decir, es el principio que constituye a la materia en una especie determinada (árbol, perro, caballo, etc.). Las formas no pueden subsistir separadas de la materia, salvo en el caso de las almas humanas y de las formas angélicas. A diferencia de Dios, que es absolutamente simple y acto puro, las formas angélicas tienen una mezcla de potencia y acto.


3. Teoría del conocimiento

La verdad, para Tomás de Aquino, consiste en la adecuación del intelecto o realidad a la cosa.
Como Aristóteles, Santo Tomás niega la existencia de ideas innatas: «nada hay en el entendimiento que previamente no haya estado en los sentidos».

El proceso del conocimiento sigue estos pasos:

a) Los sentidos captan los objetos particulares, las especies sensibles impresas. La imaginación o fantasía da lugar a las imágenes o especies sensibles expresas. Estas imágenes, aunque despojadas de la materia, llevan vestigios de la particularidad de los objetos de que provienen –son, por lo mismo, individuales–, y la universalidad, la forma, se encuentra en ellas sólo en potencia.

b) El entendimiento agente despoja a esas imágenes de las particularidades que contenían y extrae las formas que poseían en potencia. Este proceso de abstracción produce las especies inteligibles impresas.

c) Realizada esta operación, el entendimiento agente pasa estas formas al entendimiento paciente que las recibe. Con ello se conocen las esencias necesarias de todos los individuos de la especie. Son las especies inteligibles expresas, los conceptos que permiten formar juicios, razonar y desarrollar la ciencia.

d) Por último, el entendimiento vuelve su mirada a la imagen reconociendo en ella al individuo al que puede aplicar el concepto universal. Al proyectar lo universal sobre lo individual, esto es conocido de forma más perfecta.


4. Antropología

En su concepción del ser humano, Tomás de Aquino también trata de conciliar el aristotelismo con la fe cristiana.

Frente al dualismo exagerado de Platón –para quien cuerpo y alma están unidos sólo por accidente–, el Aquinate defiende el dualismo hilemórfico de Aristóteles: la unión entre el cuerpo y el alma racional es sustancial.

También, como Aristóteles, considera Santo Tomás que el alma es principio de vida, forma sustancial de todo ser vivo. Hay un alma para cada género de vida: alma vegetativa en las plantas, sensitiva en los animales e intelectiva en el hombre.

Ahora bien, a diferencia de Aristóteles, el de Aquino insiste en la inmortalidad del alma humana. De los tres tipos de alma, la única inmaterial, subsistente e incorruptible es la intelectiva. A diferencia de lo que sostenía Averroes, cada alma posee su propio entendimiento agente y paciente.

Aunque esta alma no es absolutamente independiente del cuerpo, puede subsistir, sin estar unida a la materia, tras la muerte del individuo. Esta separación, al ser contraria a la naturaleza hilemórfica del hombre, no puede ser perpetua. Por ello, el alma deberá volverse a unir al cuerpo en la resurrección.


5. Dios

Tomás de Aquino concibe a Dios, no a la manera de Aristóteles, como meramente el primer motor que, desde siempre, mueve un mundo eterno, ni a la manera de Averroes y Avicena, como una mera causa primera de un mundo eterno. Para el Aquinate, Dios es mucho más: es el ser subsistente, o simplemente el ser mismo.

La palabra ser, que en Aristóteles es la idea de «ser en cuanto ser», se convierte para el de Aquino, desde su concepción creacionista, en existir. El que crea ha de ser la perfección del existir, y en El se halla la plenitud o el acto puro de ser.

Sólo en el ser subsistente, Dios, cuya esencia es existir, se identifica realmente la esencia y la existencia; en lo creado, esencia y existencia se distinguen y toda esencia, la del hombre, por ejemplo, llega a existir sólo cuando recibe el ser por la creación, siendo entonces un compuesto de esencia y existencia. La creación es un acto libre de Dios, que da origen al tiempo.

La tesis del «ser como acto» (la existencia), central en la metafísica de Tomás de Aquino, exige el complemento de la analogía del ser: el ser que, según Aristóteles, «se dice de muchas maneras», permite entender a Dios a partir de lo creado afirmando a la vez que es muy distinto de todo lo creado. La analogía permite construir los argumentos de la existencia de Dios, o las conocidas cinco vías o maneras de llegar a saber que Dios existe a partir de las cosas.


Evidencia no para nosotros

Santo Tomás se plantea si la existencia de Dios es evidente o no. En caso de que fuera evidente, no tendría sentido intentar una demostración, pues sería una verdad admitida universalmente. En el otro extremo, si la existencia de Dios no es evidente en sí misma, tendría sentido plantearse su demostración. La respuesta tomista parte de dos clases de evidencia:

a) Evidencia en sí: es aquel tipo de evidencia que se impone inmediatamente al sujeto. Utilizando terminología moderna, podríamos identificar la evidencia en sí con las proposiciones analíticas, aquellas en las que el predicado no añade información al sujeto.

b) Evidencia para nosotros: es aquel tipo de evidencia en sí, en la que contamos con un conocimiento suficiente como para descubrir esa evidencia. Si nuestro conocimiento del sujeto o del predicado es imperfecto o limitado, puede que haya evidencias en sí que no lo sean para nosotros.

Aplicando esta separación, podemos decir que todo lo evidente para nosotros es evidente en sí, pero puede haber evidencias en sí que no lo sean para nosotros, que nos sean desconocidas, o que exijan de nosotros un esfuerzo intelectual para llegar a su conocimiento. Esto es precisamente lo que ocurre con la existencia de Dios. Es cierto que, en Dios, esencia y existencia son una única realidad. Por ello, la proposición que afirma su existencia es evidente «en sí misma», ya que el predicado está incluido en el sujeto. Pero, para el hombre, incapaz de abarcar con su débil mente la naturaleza divina, esa misma proposición escapa al ámbito de lo cognoscible con evidencia inmediata, mientras no alcance la visión beatífica.

En el siglo XI, el obispo Anselmo de Canterbury había elaborado el argumento ontológico. Su formulación básica es: quien quiera que conciba correctamente la noción de Dios como un ser absolutamente perfecto no puede dejar de afirmar que Dios existe necesariamente, pues no se podría declarar perfecto a un ser que no existiera. La idea misma de Dios presupone, entonces, su existencia. Santo Tomás critica este argumento, pues constituye un tránsito indebido del orden lógico al de la realidad.

Por todo ello, concluye Santo Tomás que la existencia de Dios es una evidencia en sí, pero no para nosotros, por lo que es posible plantearse si dicha existencia se puede demostrar racionalmente.


Demostrabilidad

Puesto que la existencia de Dios no es evidente para nosotros, cabe preguntarse si se puede demostrar. La respuesta de Santo Tomás es contundente: la existencia de Dios es demostrable. Hay dos tipos de demostraciones:

a) Demostración «propter quid» («por lo que»): «se basa en la causa, y transcurre de lo anterior a lo posterior». Sería una demostración de corte racionalista, como la del argumento ontológico. Sería una demostración a priori, que parte de la esencia del ser supremo y desemboca en la existencia como una de sus propiedades.

b) Demostración «quia» («puesto que»): «parte del efecto, y se apoya en lo que es anterior únicamente con respecto a nosotros: cuando vemos un efecto con más claridad que su causa, por el efecto venimos en conocimiento de la causa. Así, pues, partiendo de un efecto cualquiera, puede demostrarse la existencia de su causa propia (con tal que conozcamos mejor el efecto), porque, como el efecto depende de la causa, si el efecto existe es necesario que su causa le preceda. Por consiguiente, aunque la existencia de Dios no sea verdad evidente respecto a nosotros, es, sin embargo, demostrable por los efectos que conocemos.» Es una demostración a posteriori: va del efecto a la causa, por lo que se parte de los efectos conocidos para llegar a su causa: Dios. Santo Tomás opta por este tipo de demostración, en lo que se deja notar el carácter aristotélico de la filosofía tomista, donde el conocimiento empírico es siempre una condición necesaria para que podamos operar con la razón.


Las cinco vías «a posteriori»

Aquino propone cinco procedimientos de demostración, llamados cinco vías, que, a diferencia del argumento ontológico, son a posteriori, pues parten de la experiencia sensible.
Sin embargo, que no sean a priori no significa que no partan de unas premisas generales –y, por cierto, bastante discutibles:

1) Las vías de Tomás de Aquino utilizan el principio de causalidad como base de la argumentación. Este principio, no obstante, es dudoso; según David Hume, parte del supuesto no demostrado de que los fenómenos de la naturaleza funcionan siempre de un modo regular y constante.

2) Las cosas sensibles se explican mediante series de causalidad (A es causado por B, B es causado por C, y así sucesivamente) que no pueden remontarse al infinito: tiene que haber una causa última o primera que explique suficientemente cada serie. Pero ¿por qué debe haber un término de cada serie? ¿Por qué las series no pueden ser infinitas?

3) El término último de cada serie (el motor inmóvil, la causa incausada, el ser necesario, el ser por esencia, la causa final) se identifica con un dios personal (teísmo). ¿Por qué no con un dios impersonal y no creador como el de Aristóteles?

Las tres primeras vías son distintas formulaciones del argumento cosmológico: tiene que haber un primer motor, causa o esencia que explique el mundo. El último argumento es teleológico, pues se fundamenta en la causa final. El cuarto se basa en la concepción neoplatónica de una escala jerarquizada de los seres.


1. Vía del movimiento

Dios será el motor inmóvil de Aristóteles.

Esta vía parte de la experiencia del movimiento concebido de modo aristotélico, como paso de la potencia al acto.

Argumenta Santo Tomás que nada puede ser a la vez móvil (potencia) y motor (acto); de ahí que «todo lo que se mueve es movido por otro».

No puede haber una serie infinita de motores.

Por tanto, tiene que existir un primer motor no movido por nadie, o inmóvil, que es la actualidad plena y explica el movimiento de todas las cosas: «Este es el que todos entienden por Dios.»


2. Vía de las causas eficientes

En el mundo sensible hay causas eficientes, que se subordinan unas a otras.

Ninguna cosa puede ser su propia causa, pues entonces sería anterior a sí misma, ya que la causa es siempre anterior al efecto.

En la serie de causas subordinadas no se puede proceder individualmente, pues la cusa subordinada depende de la anterior, y no tendrían justificación las intermedias sin una primera.
Luego, tiene que haber una causa eficiente primera (la causa incausada), que sería Dios.


3. Vía de la contingencia de los seres

En la naturaleza, hay seres contingentes, que dejarán de existir o que antes no existían.
Si el conjunto de los seres fuera contingente, no se podría explicar la existencia actual, pues habría habido un momento en el que no existía ningún ser.

Tampoco se puede proceder indefinidamente en la serie de seres que tienen su existencia causada, porque sin un ser necesario no se explicaría la existencia de los seres.
Necesitamos un ser necesario, que no tenga una causa fuera de sí, y que cause la existencia de los demás, «a lo cual todos llaman Dios».

Dios es, en esta vía, entendido como Ser necesario, es decir, no contingente. La prueba procede de Avicena.


4. Vía de los grados de perfección


La experiencia nos enseña que en las cosas hay distintos grados de perfección: bondad, nobleza, belleza, etc.

La diversidad de grados de perfección indica que las cosas participan más o menos de la realidad absoluta, y que tienen la perfección por causa de una realidad externa que se la proporciona.
Además, el más y el menos se dicen siempre con respecto a un máximo.

Luego, ha de existir un ser que tenga la perfección plena y que sea causa del ser, la bondad y todas las perfecciones de los seres, «y a esto llamamos Dios».

Esta vía bebe de la tradición neoplatónica: hay una jerarquía ontológica en cuya cúspide está el Dios Uno –la Luz o Idea del Bien del mito de la caverna.


5. Vía del orden y finalidad del universo

Vemos que en el mundo las cosas no actúan por azar y sin razón, sino que todas, incluso las que carecen de conocimiento, lo hacen conforme a su naturaleza y tratando de alcanzar su fin propio.
Para proveernos de los medios necesarios para alcanzar un fin, necesitamos el conocimiento de ese fin. Sin embargo, si muchos seres no conocen el fin y lo consiguen, ha de haber una inteligencia superior que las oriente hacia ese fin.

No es posible un proceso infinito en el orden de las causas que conducen a un fin.
Luego, debe haber una causa directora suprema del universo, «y a esta llamamos Dios».

Esta prueba es también conocida como argumento teleológico. En nuestros días, la teoría del «diseño inteligente» se utiliza por muchos teístas como respuesta a las implicaciones filosóficas de la teoría de la evolución.


6. Ética

Todos los seres naturales actúan con un sentido teleológico, y el hombre no es una excepción, sino que tiene la ventaja de poder conocer el fin perseguido y los medios para alcanzarlo.
Como los seres humanos tiene la misma naturaleza, el fin último al que tienden ha de ser el mismo: la felicidad. La ética tomista, como la aristotélica, es teleológica y eudemonista. Pero Santo Tomás, como filósofo cristiano, sitúa la felicidad del hombre en un plano mucho más elevado: el hombre sólo puede alcanzar una bienaventuranza plena en la trascendencia, con la visión de la esencia divina.

En un argumento parecido al de los estoicos, el Aquinate argumenta que, si toda la humanidad tiene una naturaleza común, entonces todos los hombres deben estar regulados por unas leyes comunes, al menos en líneas generales. Esta normativa general dimanada de la naturaleza humana es lo que Santo Tomás reconoce con el nombre de ley natural y la define como «participación de la ley eterna en la criatura racional». La ley eterna es el ordenamiento que la sabiduría divina hace, desde toda la eternidad, de cada cosa hacia su respectivo fin. Los seres humanos, a diferencia de los demás seres, tienen la ventaja de participar de la ley eterna mediante la razón, y esta participación es la ley natural.

La ley natural es evidente, universal e inmutable, dado que la naturaleza humana es siempre la misma. Sin embargo, el hombre es un ser libre y, debido al pecado original, capaz de actuar en oposición a los fines que le son propios, lo que constituye el mal moral.

El comportamiento moral debe seguir la ley natural obedeciendo a las tendencias naturales del ser humano: la defensa de la vida, la conservación de la especie a través de la procreación y crianza de los hijos, la búsqueda de la verdad relacionada con el fin último y la convivencia social.
Para ajustar su conducta a estas tendencias naturales, el hombre ha de poner en práctica las virtudes morales, que son hábitos consistentes en la repetición de acciones encaminadas al bien. Las virtudes cardinales o fundamentales, son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.

Los fines últimos de la vida humana son de orden sobrenatural, pues lo más importante para el hombre es conseguir la salvación eterna. A este ámbito pertenecen las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que son estudiadas por la teología revelada, y no por la filosofía.


7. Política

Hemos visto que la convivencia social es una de las exigencias de la ley natural; Santo Tomás piensa, como Aristóteles, que el hombre es un ser social por naturaleza. La indefensión en que se encuentra el hombre al nacer, la posibilidad de comunicar pensamientos y sentimientos mediante ellenguaje, y la necesidad de colaboración son indicios de esta sociabilidad natural del hombre.

La convivencia en sociedad requiere dirección y gobierno: «No alcanza el puerto una nave dejada a merced de los vientos, sino la que es dirigida por un piloto diestro». Dado que la sociedad es una exigencia de la ley natural y, por tanto, tiene su origen en Dios, también la autoridad es de origen divino. Los gobernantes, en cuanto tales, también son responsables ante Dios. La función del gobernante es conducir al pueblo a una vida justa y virtuosa, preservando la paz y el bienestar común.

Si no están explicitadas por la ley natural, las leyes y normas promulgadas por la autoridad humana competente son leyes positivas. Estas leyes obligan moralmente en conciencia, pues han de ser prolongaciones de la ley natural. En el caso de que una ley positiva contravenga los postulados de la ley natural y, consecuentemente, no tienda al bien común, es lícito desobedecerla e incluso oponerse a ella.

Santo Tomás prefiere la monarquía como forma de gobierno: el rey tiene que ser en su reino lo mismo que alma en el cuerpo y que Dios en el mundo; por eso, hay que reclamarle unas virtudes indispensables para su cargo. Pero, «así como es bueno en grado sumo que uno use bien el poder en la soberanía sobre muchos, así también es malo en grado sumo que abuse de él». La peor de todas las formas de gobierno es la tiranía. Cuando ésta se da, debe recomendársele al pueblo que tenga paciencia, pues un cambio violento conlleva males aún mayores.

El Estado es, así, una institución basada en la naturaleza del hombre. De todas formas, el fin último del hombre es alcanzar la gloria celestial, y esa es una labor de la Iglesia, y especialmente del Papa. Consecuentemente, el poder de los reyes ha de estar subordinado al poder espiritual.
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