viernes, 29 de octubre de 2010

Un ejercicio sobre el Menón (Platón)

Preguntas:

1. ¿Cuál es la tesis principal del texto?

2. ¿Qué ideas secundarias aparecen en el fragmento?

3. ¿Cuál es la estructura argumentativa del texto? Analizadla.

4. Poned un ejemplo de aparición en el texto de estos de tipos de argumentos (y explícadlos con vuestras propias palabras):

a) Un argumento deductivo.
b) Una analogía.
c) Un argumento de autoridad.

5. ¿Qué argumento considera Sócrates “erístico” (es decir, “falaz”, “sofístico”, “falso argumento”)? ¿Por qué es un argumento falaz? Analizadlo.

6. ¿En qué religión parecen basarse tanto Píndaro como Platón? ¿En qué consiste esa doctrina?

7. Explicad cómo se aplica el método socrático al diálogo del texto.

Fragmento del diálogo platónico Menón:

Menón – ¡Ah… Sócrates! Había oído yo, aun antes de encontrarme contigo, que no haces tú otra cosa que problematizarte y problematizar a los demás. Y ahora, según me parece, me estás hechizando, embrujando y hasta encantando por completo al punto que me has reducido a una madeja de confusiones. Y si se me permite hacer una pequeña broma, diría que eres parecidísimo, por tu figura como por lo demás, a ese chato pez marino, el torpedo. También él, en efecto, entorpece al que se le acerca y lo toca, y me parece que tú ahora has producido en mí un resultado semejante. Pues, en verdad, estoy entorpecido de alma y de boca, y no sé qué responderte. Sin embargo, miles de veces he pronunciado innumerables discursos sobre la virtud, también delante de muchas personas, y lo he hecho bien, por lo menos así me parecía. Pero ahora, por el contrario, ni siquiera puedo decir qué es. Y me parece que has procedido bien no zarpando de aquí ni residiendo fuera: en cualquier otra ciudad, siendo extranjero y haciendo semejantes cosas, te hubieran recluido por brujo.

Sócrates – Eres astuto, Menón, y por poco me hubieras engañado.

Men. – ¿Y por qué, Sócrates?

Sóc. – Sé por qué motivo has hecho esa comparación conmigo.

Men. – ¿Y por cuál crees?

Sóc. – Para que yo haga otra contigo. Bien sé que a todos los bellos les place el verse comparados –les favorece, sin duda, porque bellas son, creo, también las imágenes de los bellos–; pero no haré ninguna comparación contigo. En cuanto a mí, si el torpedo, estando él entorpecido, hace al mismo tiempo que los demás se entorpezcan, entonces le asemejo; y si no es así, no. En efecto, no es que no teniendo yo problemas, problematice sin embargo a los demás, sino que estando yo totalmente problematizado, también hago que lo estén los demás. Y ahora, «¿qué es la virtud?», tampoco yo lo sé; pero tú, en cambio, tal vez sí lo sabías antes de ponerte en contacto conmigo, aunque en este momento asemejes a quien no lo sabe. No obstante, quiero investigar contigo e indagar qué es ella.

Men. – ¿Y de qué manera buscarás, Sócrates, aquello que ignoras totalmente qué es? ¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirás, en efecto, que es ésa que buscas, desde el momento que no la conocías?

Sóc. – Comprendo lo que quieres decir, Menón. ¿Te das cuenta del argumento erístico que empiezas a entretejer: que no le es posible a nadie buscar ni lo que sabe ni lo que no sabe? Pues ni podría buscar lo que sabe –puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces de búsqueda–, ni tampoco lo que no sabe –puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar–.
Men. – ¿No te parece, Sócrates, que ese razonamiento está correctamente hecho?

Sóc. – A mí no.

Men. – ¿Podrías decir por qué?

Sóc. – Yo sí. Lo he oído, en efecto, de hombres y mujeres sabios en asuntos divinos…

Men. – ¿Y qué es lo que dicen?

Sóc. – Algo verdadero, me parece, y también bello.

Men. – ¿Y qué es, y quiénes lo dicen?

Sóc. – Los que lo dicen son aquellos sacerdotes y sacerdotisas que se han ocupado de ser capaces de justificar el objeto de su ministerio. Pero también lo dice Píndaro y muchos otros de los poetas divinamente inspirados. Y las cosas que dicen son éstas –y tú pon atención si te parece que dicen verdad–: afirman, en efecto, que el alma del hombre es inmortal, y que a veces termina de vivir –lo que llaman morir–, a veces vuelve a renacer, pero no perece jamás. Y es por eso por lo que es necesario llevar la vida con la máxima santidad, porque de quienes…

Perséfone el pago de antigua condena
haya recibido, hacia el alto sol en el noveno año,
el alma de ellos disuelve nuevamente,
de las que reyes ilustres
y varones plenos de fuerza y en sabiduría insignes
surgirán. Y para el resto de los tiempos héroes sin mácula
por los hombres serán llamados.

El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y visto efectivamente todas las cosas, tanto las de aquí como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido; de modo que no hay de qué asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando, pues, la naturaleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma aprendido todo, nada impide que quien recuerde una sola cosa –eso que los hombres llaman aprender–, encuentre él mismo todas las demás, si es valeroso e infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son otra cosa, en suma, que una reminiscencia.
Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.